Una de las cosas que más sorprende y deslumbra al viajero recién llegado es la cantidad de coches norteamericanos anteriores a la revolución que aún circulan por las calles y carreteras de Cuba. Son miles, decenas de miles de automóviles antiguos, algunos con más de 80 años de edad y de los más diversos modelos, Buicks, Plymouths, Chevrolets, Fords, pero también Dodges, Packards, Pontiacs, Mercurys, Studebakers y espectaculares Cadillacs cola de pato, muchos de ellos vehículos familiares o habilitados por sus dueños como taxis colectivos que siguen una ruta predeterminada, y otros tantos, los más lujosos y llamativos, descapotables de mil colores al servicio del turismo o dedicados al alquiler para bodas y celebraciones de niñas que cumplen quince años. Se trata de un muestrario fabuloso de coches pintados de amarillo, de rosa, de azul, de naranja, de rojo o de color verde surf, y también carrocerías con combinaciones de dos y hasta de tres tonos, que constituyen un impresionante catálogo de vehículos que siguen rodando por vías de Cuba como si el tiempo no hubiera pasado.
En La Habana Vieja, o frente al hotel Meliá Cohiba, en el malecón, uno ve pasar estos almendrones como personajes de otra época sin saber que, pese a su deslumbrante apariencia, la mayoría son verdaderos frankensteins con todos los inventos imaginables en sus tripas para que continúen funcionando. En muchos casos los dueños son sus propios mecánicos, y si se pone a hablar con ellos un rato la mayoría le contará que les han adaptado todo tipo de repuesto y hasta motores enteros diésel de automóviles rusos o de cualquier procedencia para ahorrar combustible y lograr el milagro de que no se detengan, pues desde 1960 de EEUU no entra una sola pieza.
Lo más inverosímil es posible en Cuba. Un Dodge 1956 con motor original Chrysler Flathead de seis cilindros, al que su dueño ha incrustado el sistema de frenado de un coche soviético Moskvich y los relojes de la temperatura y el aceite de un moderno Mitsubishi; Chevrolets de ocho válvulas con pistones, aros, pasadores y otras piezas de Volga ruso y el aire acondicionado de Peugeot; y hasta De Sotos con las entrañas enteras fabricadas por torneros criollos o autos que no eran descapotables picados a la mitad y transformados en convertibles para satisfacer el gusto de los visitantes, pues los turistas buscan precisamente esa experiencia, pelo suelto y carretera, y sino que se lo digan a Madonna, Mick Jagger, Katy Perry, las Kardashian o a las modelos de Chanel que el año pasado desfilaron por el paseo del Prado, pues todos estos famosos subieron a las redes sociales retratos a bordo de estos fabulosos carros, que sus dueños alquilan por horas.
En cualquier esquina de La Habana puedes cruzarte con oldsmobiles como los que usaron Fidel y Camilo Cienfuegos al triunfo de la revolución, aunque ahora algunos llevan cajas de cambio de Chaika, el coche que utilizaban los altos dirigentes de la antigua Unión Soviética. Pero tan apasionante como los inventos y la mecánica son las historias de los propios coches. Mientras uno pasea por el barrio de Nuevo Vedado o recorre las mansiones de la Quinta Avenida, si uno conversa con los choferes puede enterarse de aventuras fabulosas, como, por ejemplo, la del Buick descapotable del año 1950 de William Hernández, cuya biografía es un buen resumen de la historia de Cuba.
El abuelo de William, Jacinto Hernández Vargas, era natural de Tenerife y como la mayoría de los emigrantes llegó a la isla con una mano alante y otra atrás allá por el año de 1875. Antes de acabar el siglo ya era juez y alcalde del pueblo de San Antonio de las Vegas, y al estallar la tercera y última guerra de Independencia, en 1895, Jacinto se pasó al bando mambí, terminando la guerra con el grado de general. Tras ser alcalde del importante pueblo agrícola de Güines, el abuelo de William decidió retirarse y antes de morir en 1951 repartió sus tierras y propiedades entre sus cinco hijos.
Rubén, el padre de William, heredó la vaquería familiar y en 1950 se compró en La Habana por 900 pesos un Buick convertible, que pasó a ser la niña de sus ojos. Para él, aquel vehículo era la encarnación del esfuerzo y el éxito de su padre y del suyo propio. En 1989, poco antes de morir, el descendiente del general entregó el coche a su hijo William en herencia con la advertencia de que debía de cuidarlo como otro hijo. Hoy toda la familia vive de este fabuloso Buick descapotable pintado de naranja que hoy uno puede ver recorriendo el malecón cargado de famosos y turistas.
La historia del Buick de los Hernández es sólo una de tantas, algunas de ellas recogidas en libros como el que edito Norman Foster hace tres años (Havana Autos&Architecture). También está la del increíble Cádillac Fletwood Sixty Seven que usó el músico cubano Benny Moré, el Bárbaro del Ritmo, que tiene más de seis metros de largo y un mundo de anécdotas cargadas en el maletero, o la del Lincoln Continental Marck II que usó la mujer del dictador Fulgencio Batista y que hoy maneja Julito, fan también a las Harley-Davidson de los años cuarenta, quien alquiló su coche a Rihanna para la famosa sesión de fotos que le hizo en La Habana la conocida fotógrafa norteamericana Annie Leibovitz y que fue portada de Vanity Fair. Viajar a Cuba y desmelenarse a bordo de uno de estos coches es todo un rito iniciático y un sueño que nadie quiere perderse, así que, cuando suba a uno de ellos, dígale a sus dueños que le cuenten.