Hay ciudades en las que todo reluce y el viajero no para: ha de visitar iglesias y castillos centenarios, ver museos formidables, pasear por plazas cargadas de historia o saborear manjares en restaurantes de fama. Otras grandes urbes de este mundo son santuarios de la modernidad, o están en lugares exóticos, o asientan su encanto en cualquier otra cualidad física. En La Habana, sin embargo, entre las primeras cosas está su gente. Antes que las soberbias fortalezas y casonas coloniales del centro histórico, o que el embrujo de los palacetes del barrio del Vedado, o que la sorpresa que genera recorrer una ciudad llena de consignas revolucionarias, están los cubanos y su carácter.
En La Habana la gente se mira a los ojos, tiene tiempo para seducirse y embaucarse. Este lenguaje primario de la mirada se complementa con el dicharacho burlón, que el cubano está dispuesto a regalar a cualquier visitante. Ambas vías, la del saber escuchar y la de tener los ojos bien abiertos, son las idóneas para entrarle a esta capital detenida en el tiempo que atrapa por su magia. Es cierto que los soportales y columnas del paseo del Prado son antiguos y que todavía coches americanos de los cincuenta recorren las calles como fantasmas. Pero no hay que dejarse engañar: pese a su aspecto, La Habana sigue siendo una gran ciudad.
Otra clave importante de la capital cubana es su particular relación con el mar, parte inseparable de La Habana. Sin los ocho kilómetros de malecón, ese sofá de piedra y espuma que une La Habana Vieja con el barrio de Miramar, no se puede entender esta ciudad del Caribe. Al malecón van los cubanos a enamorarse, a hacer brujería, a pasar la tarde. Tan importante como escuchar sus secretos es cambiar de perspectiva y ver La Habana desde el mar. Para ello basta cruzar el túnel de la bahía y visitar la fortaleza de La Cabaña o la antigua batería defensiva de cañones de la Divina Pastora, donde se puede tomar un daiquirí o una cerveza mientras se contempla el mejor atardecer de la ciudad. Desde aquí podrá observar la cintura del malecón y la casa de muñecas que forman las 14 manzanas de primera línea que van desde Prado hasta la calle de Belascoaín, todo un poema.
Andar La Habana Vieja es otro de los grandes placeres de la ciudad. La restauración del centro histórico, obra del Historiador de la Ciudad, Eusebio Leal, ha unido cuatro grandes plazas construidas entre los siglos XVI y XVIII que son el eje de cualquier paseo: la plaza Vieja, la de San Francisco, la de Armas y la plaza de la Catedral. El recorrido está cuajado de palacios coloniales y majestuosas casonas de rejas de madera y patios interiores, hoy convertidas en museos, galerías, hotelitos, estudios de artistas o restaurantes. Fisgar es una obligación, siempre se descubren rincones encantados. Subir paseando por la bulliciosa calle del Obispo hasta el bar Floridita es otro rito imprescindible para el iniciado.
En el corazón del centro histórico está el castillo de la Real Fuerza, construido en el siglo XVI, siendo la edificación más antigua de la ciudad y la fortaleza con baluartes más vieja de América. Su trazado renacentista, acentuado por la perfección geométrica y la regularidad clasicista, se ve interrumpido por una torrecita de vigía, levantada en uno de sus ángulos hacia 1632 y coronada por una figura de bronce llamada la Giraldilla, símbolo de La Habana. La Fuerza es parte del sistema defensivo de la antigua ciudad, junto a la Punta, el castillo de los Tres Reyes del Morro y la fortaleza de San Carlos de la Cabaña. Las cuatro son de una perfección increíble, y visitarlas es imprescindible para comprender el pasado y el presente de la ciudad.