Cuando la pasada primavera Cuba se puso nuevamente de moda y desembarcó en la isla el presidente norteamericano, Barak Obama, y después cantaron los Rolling Stones y Chanel organizó un desfile de moda en la calle Prado, al rebufo de aquellas ilustres visitas llegaron a la isla famosos de la farándula ansiosos por subir a las redes sociales fotos de sus paseos por la capital cubana en cochazos americanos descapotables y de sus cenas en sofisticadas paladares. Al comprobar que esto no resultaba fácil, debido tanto a la escasa cobertura wifi como a su calidad, la primera reacción de estas estrellas fue de contrariedad. Sin Internet y conexión instantánea al mundo desde cualquier rincón no hay vida, se reafirmaron en un primer momento de pavor. Sin embargo, superado el pánico-terror a desaparecer de Instagram y de Facebook unos días, hasta Madonna y las televisivas hermanas Kardasian le cogieron el gusto a disfrutar de las horas y de la vida de otro modo.
Una buena manera de aterrizar en Cuba estas Navidades es tener esto en cuenta y olvidarse por un tiempo de la tecnología (aunque por su puesto puedas encontrar wifi en los hoteles), y disfrutar de unas fiestas distintas, como las de antes, cuando no existía la Red ni la telefonía celular. Igual que hoy algunos cabezas de familias ponen como norma en Nochebuena a hijos, nueras, primos y nietos dejar en un cesto en la puerta los móviles para poder hablar como las personas, Cuba brinda todavía la posibilidad de acceder a unas Navidades diferentes, alejadas del consumo y la publicidad, más cercanas y apegadas a la tierra.
Muchos cubanos en Navidad se reúnen alrededor de una mesa en la que no puede faltar el arroz congrí, el puerco asado con mojo y una botella de ron, quizás el turrón sí y también Internet, aunque no es lo más importante pues de lo que se trata es de reunirse y conversar. Es cierto que en las calles de Cuba no hay adornos luminosos ni guirnaldas estos días, tampoco escaparates bien montados y repletos de juguetes, pero es fácil comprobar que la gente se mira a los ojos y se habla y tiene todo el tiempo del mundo para dedicarse y dedicarle. Hay otras cosas.
A veces, con la velocidad de la vida al terminar el año, uno se deja llevar por un maratón de comidas y compromisos familiares y descuida esas pequeñas cosas que hoy tenemos al alcance de la mano y que muchas veces no sabemos valorar. En Cuba, el vuelo de una pareja de pelícanos sobre el muro del malecón, un atardecer pintado de naranja en el Trópico de Cáncer, una conversación profunda o ligera con un artesano que es a la vez ingeniero y que recicla latas de cerveza hasta convertirlas en aviones o ceniceros en La Habana Vieja, las letras de un bolero en la que dos amantes se mueren de amor -pero nunca se mueren- cantadas con picardía sin que haga falta nada más, las olas del mar que van y vienen chocando contras las rocas y que son más importantes que el pasado y el futuro, pues son el aquí el ahora, lo único real…
En Cuba no es costumbre en Nochevieja tomar las uvas a las 12 de la noche pero si limpiar la casa y botar a la calle cubos de agua como una especie de exorcismo para que se vaya todo lo malo y venga lo bueno. La gente abre las puertas y tira el agua afuera y sigue con su fiesta, y también es costumbre nueva nada más entrar el año recorrer el barrio con una maleta vacía para atraer los viajes que uno desea. En Cuba no hay gente disfrazada de Papa Noel en cada esquina porque caerían desmayados de un golpe de calor, no hay nieve porque se derretiría, pero en cambio hay sol y la temperatura del agua está a 23 grados y uno puede bañarse en una playa o en la costa el 31 de diciembre. También es posible integrarse en cualquier fiesta, no hay que planificarse demasiado pues el placer de la hospitalidad existe y cualquiera te abre las puertas y te invita a entrar y a compartir lo poco o lo mucho que tiene. Como dicen en Cuba, no hay más nada.