Cienfuegos, Trinidad y Sancti Spíritus integran un circuito único en Cuba donde lo colonial es parte omnipresente de sus ciudades, que se fomentaron y crecieron a partir de la riqueza que generó la industria azucarera en los siglos XVIII y XIX, cuando el fértil Valle de los Ingenios logró colocarse entre las cuatro zonas productoras de azúcar más importantes de la isla.
Las tres ciudades centrales fueron fundadas a comienzos del siglo XVI y son parte de ese tesoro histórico y cultural que constituyen las siete primeras villas, corazón y origen de la nacionalidad cubana y reconocido catálogo de monumentos y joyas arquitectónicas.
Tanto si uno sale de La Habana como si está pasando unos días en Varadero o Cayo Santa María, el viaje hacia este eje turístico es cómodo -unas cuatro horas de camino- y está cuajado de agradables sorpresas que comienzan tan pronto uno indaga por sus singulares nacimientos.
Curiosa es la historia de Cienfuegos, que tuvo fortaleza en su enorme bahía sin tener aún ciudad, y no un simple fuerte o bastión defensivo sino la tercera en importancia de la isla, después de los castillos de los Tres Reyes Magos del Morro y de San Pedro de la Roca, en La Habana y Santiago de Cuba. Este excelente enclave del sur fue descubierto durante el segundo viaje de Cristóbal Colón, en 1494, cuando la zona era parte del gran cacicazgo de Jagua, uno de los más importantes asentamientos aborígenes hallados por los españoles
Tras la construcción de la Fortaleza de Nuestra Señora de los Ángeles de Jagua, siendo capitán general José Cienfuegos, se decidió que era hora de poblar el lugar, empresa que iniciaron 50 familias francesas de Nueva Orleans, Haití y otras islas caribeñas, a comienzos del siglo XIX.
Los orígenes franceses de la villa son perfectamente reconocibles en la arquitectura del Ayuntamiento y las edificaciones que rodean la antigua Plaza de Armas, hoy Parque Martí, donde existe incluso un Arco de Triunfo, único en Cuba. Desde los interiores italianos del gran teatro Terry a la fachada neoclásica de la catedral de la Purísima Concepción, o el café Palatino, con su portal con colgadizo a la calle de San Fernando, pasando por los motivos eclécticos del Palacio Ferrer o la gran obra de caridad del Colegio de San Lorenzo, todo en Cienfuegos es singular y exquisito, no digamos el Palacio de Valle, espectacular inmueble de dos plantas construido al final del malecón entre 1913 y 1917 por uno de los hombres más ricos del país, quien para su realización convocó a los mejores arquitectos y tallistas, como el español Antonio Bárcenas. Acisclo del Valle y Blanco apenas pudo disfrutar su palacio, pues murió de un infarto el día fatal de 1919 en que supo de la tendencia irreversible de la caída de los precios del azúcar. Tras la salida hacia España de su viuda y sus ocho hijos, el inmueble quedó en manos de su sirvienta catalana, María de Covadonga, y finalmente fue vendió a mediados de los años cincuenta al dictador Fulgencio Batista para transformarlo en casino, asociado al aledaño hotel Jagua.
La historia del nacimiento de Trinidad no es menos extraordinaria que la de Cienfuegos. Fundada en 1514 por el Adelantado Diego de Velázquez, su crecimiento se vio interrumpido muy pronto por la expedición de Hernán Cortés a México, la cual enroló prácticamente a todos los vecinos de la villa. El éxodo fue tan grande que en 1544 Trinidad es considerada oficialmente despoblada. La ciudad, con un centro histórico colonial de los mejores conservados de América, tuvo su momento de esplendor en el siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX, cuando llegaron a existir en la zona 48 ingenios azucareros moliendo y dotaciones de miles de esclavos al servicio de ricos hacendados e ilustres familias, como los Sánchez Iznaga, los Padrón o los Cantero. Este patriciado trinitario invirtió buena parte de sus fortunas en construir majestuosas casonas y palacios, elegantes plazas y parques e iglesias como la Parroquial Mayor, que hacen hoy de su casco histórico -de tres kilómetros cuadrados- uno de los conjuntos arquitectónicos más importantes del país, declarado en 1988 por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad junto al cercano Valle de los Ingenio
En realidad, poco hay que decir de Trinidad. Sólo hay que recorrerla pausadamente, dejándose llevar y admirando sus altas y espaciosas ventanas enrejadas, sus soberbias techumbres de maderas preciosas o los increíbles frescos y cenefas que adornan hasta las casas más humildes, casi todas con patios interiores y estancias sin paredes medianeras entre la sala y el comedor, solo separadas por unos arcos simples que dan una imagen de grandeza y de profundidad, haciéndolas más claras y ventiladas. Como complemento, en el museo Romántico se puede descubrir un catálogo de muebles coloniales, ánforas, cerámicas de Talavera de la Reina, cristalerías de Bohemia, jarrones y porcelanas que decoraban las mansiones de los ricos y que permiten comprender mejor el lujo en que vivían.
A 40 minutos de Trinidad, tras cruzar las fértiles extensiones de tierra de Banao, uno de los asientos agrícolas más importantes del país, se llega a Sancti Spíritus, otra hermosa ciudad colonial cuya historia está ligada a la riqueza del azúcar y que cuenta con una de las más importantes obras arquitectónicas del siglo XVII en Cuba, la Parroquial Mayor, de planta octogonal casi idéntica al templo principal de la villa de Alcor, en Huelva. Su torre, de tres niveles, llegó a ser la más alta de Cuba y sus techos originales de armadura son famosos. Coger el fresco a su sombra tras haber recorrido el puente sobre el río Yayabo, de aspecto medieval, y pasear por las tranquilas calles de Sancti Spíritus, es más que un placer.