El 18 de noviembre de 1492, después de calafatear sus naves y de proveerse de leña y agua, el Almirante Cristóbal Colón encargó al carpintero de la “Santa María” construir una gran cruz con dos maderos hallados en el mar y decidió plantarla en un lugar bien visible, que algunos historiadores sitúan en la Punta del Guincho, en la bahía de Nuevitas, en la actual provincia de Camagüey.
Tal vez el Adelantado Diego Velázquez, uno de los muchos hombres que acompañaron a Colón en su segundo viaje, quiso rescatar, ya pasados veinte años, la memoria del célebre marino y de su nave capitana al bautizar a la villa y su bahía con el nombre de Santa María del Puerto del Príncipe. Sus primeros vecinos aseguraban atesorar entre sus reliquias la cruz clavada en aquella primera travesía exploratoria del Almirante, aunque lo cierto es que los biógrafos colombinos más recientes indican que durante su primer viaje Colón no pasó de las costas del territorio del actual Holguín.
Años después, hacia 1510, se inició el proceso de colonización de Cuba por el propio Velázquez, y el territorio camagüeyano ocupó un lugar destacado en la historia por motivos tristemente célebres. Vencida la resistencia indígena de la región oriental y quemado el cacique rebelde Hatuey en la hoguera, los hombres de Velázquez, encabezados por Pánfilo de Narváez y con Fray Bartolomé de Las Casas en la expedición, avanzaron en 1513 hacia Occidente, visitando por el camino los cacicazgos de Guáimaro, Sibanicú y Camagüey.
Cuenta Las Casas en su “Brevísima relación de la destrucción de las Indias” que, al llegar a un gran pueblo cerca de Caonao les salieron a recibir los indígenas con “mantenimientos y regalos…, y llegados allá, nos dieron gran cantidad de pescado y pan y comida con todo lo que más pidieron; súbitamente se les revisitió el diablo a los cristianos e meten cuchillo en mi presencia (sin motivo ni causa que tuviesen) más de tres mil ánimas que estaban sentados delante de nosotros, hombres y mujeres e niños. Allí vide tan grandes crueldades que nunca los vivos tal vieron ni pensaron ver”. El sacerdote escribiría horrorizado de tal episodio contra aquellos pacíficos siboneyes que tenían “un habla la más dulce del mundo y mansa, y siempre con risa”: Iba “el arroyo de sangre, como si hubieran muerto muchas vacas”.
En la llamada Cueva de los Generales, en la cercana Sierra de Cubitas, llena de vericuetos y oquedades, aquellos primitivos siboneyes -que por primera veían hombres a caballo- dejaron un testimonio pictográfico lleno de ingenuidad conmovedora: un arrogante castellano aparece subido en su montura, en la que las patas de los caballos se confunden con las del hombre, con una espada en la diestra y tocado con un yelmo rematado en una cruz, símbolo de lo que sería la conquista.