La fecha está en discusión. Unos dicen que fue en 1819, otros que en 1817 cuando por primera vez abrió sus puertas en la esquina de la calle Obispo y Monserrate, cerca de una de las puertas de la muralla que defendía la villa de San Cristóbal de La Habana, una humilde taberna “de ventanales buidos a la que acudían petimetres, músicos, militares, síndicos, faranduleros, milicianos y hombres de toda laya, siempre gente de bien, gustosos de saborear la sabrosa ginebra compuesta, el grueso vaso de agua con anís y paneles, el típico vermut ‘voluntario’, o el licor de piña, o el sabroso aguardiente de guindas…”.
El lugar no era otro que la Piña de Plata, después llamado La Florida y que hoy todo el mundo conoce como El Floridita, transformado “durante la intervención norteamericana en el cuartel general de los buenos catadores yanquis”. Allí “los barmen fueron poniendo una nota de modernidad en las simples bebidas primitivas” para satisfacer a aquellos hombres sedientos, según recuerda el periodista Ciro Bianchi en su libro ‘Tras los pasos de Hemingway en La Habana’.
La fecha cierta del nacimiento parece ser 1817, o al menos esa ha sido la elegida para celebrar los dos siglos de la fundación de este singular bar restaurante, cuyo nombre está unido a figuras internacionales como Gary Cooper, Marlene Dietrich, Luís Miguel Dominguín, el boxeador Rocky Marciano, Errol Flyn, que tenía fama de rácano, y por supuesto Papa Hemingway, su gran mentor, si bien la historia de Floridita está asociada también al surgimiento de otros ilustres bares, como el Boadas de Barcelona, ya que fue aquí donde Miguel Boadas aprendió a agitar la coctelera en el local de sus primos antes de viajar a Cataluña y abrir su legendario establecimiento en un minúsculo corredor, en la calle de Tallers, casi esquina a la Rambla.
La mitología de Floridita viene de lejos y es amplia. Ya en 1953 la revista Esquire lo reconoció como uno de los siete bares mejores del mundo, junto con el Pied Piper Bar de San Francisco, los Ritz de París y Londres, Raffles de Singapur, Club 21’s de New York y el Bar del Hotel Shelbourne en Dublín. Un año antes había muerto Constantino Ribalaigüa Vert, Constante, el emigrante catalán que entró a trabajar como dependiente en el establecimiento en 1914 y que se convirtió en dueño y alma de Floridita, quizás el mejor cantinero que haya habido en la isla jamás, creador de la receta del Daiquiri frappé número 4, sin duda, el más famoso del mundo.
El periodista Fernando G. Campoamor, gran amigo suyo y biógrafo del ron cubano, describía así la sensación de verlo trabajar:
“A hora fija se presentaba Constante sobre su discreto estrado como un malabarista que sale a la pista: pantalón negro, camisa blanca, lazo, chaquetilla smoking con delantal, es decir, la etiqueta gastronómica, Alzaba aquellos limones ácidos y jugosos de su propio limonar, y los exprimía a la vista de todos con entera pulcritud en los instrumentos de trabajo. Racionaba entonces los ingredientes, según el código. Más de la mitad entre 150 cócteles contaban con jugo de limón. Y en el país del azúcar, también su consumo entraba libremente en ellos, cuya lista encabezaban los de ron, asistidos de toronja, naranja y piña”.
Contaba el cantinero Antonio Meilán, sobrino de Constante, quien entró a trabajar en el local en 1939 dando cepillo a las 11 puertas de hierro que tenía el establecimiento, que Floridita estuvo sin aire acondicionado hasta después de la Segunda Guerra Mundial, cuando en la cercana calle Bernaza abrió el Pan American Club con buena climatización. “Los clientes decían que se sentían bien en Floridita pero que hacía mucho calor y los ventiladores no daban abasto, todos los papeles se volaban”, recordaba Meilán, señalando que entonces se hizo la reforma que convirtió el lugar en lo que es ahora.
“El bar Floridita, en La Habana, es una institución de probidad, donde el espíritu del hombre puede ser elevado por la conversación y la compañía. Es una encrucijada internacional. El ron, necesariamente, domina, y como en el caso de muchos grandes bares, el estímulo de la presencia de un hombre famoso presta una atmósfera especial, una sensación de amistosa filosofía por la bebida: el residente cubano Ernest Hemingway”, señalaba Esquire en los años cincuenta.
En 1954 Hemingway obtuvo el Premio Nobel, y Meilán y los empleados de Floridita le hicieron un busto, que colocaron en la pared sobre el sitio en que solía sentarse. Hoy también hay una escultura de cuerpo entero, con el escritor acodado en la barra donde pasó tantas mañanas y fue fuente de inspiración de diálogos memorables, como el del protagonista de Islas en el Golfo, Thomas Hudson, con la prostituta Liniana la Honesta, una tarde en la misma barra de Floridita:
-Me encanta-afirmó en voz alta.
-¿Qué?
-Beber. No simplemente beber. Beber estos daiquirís dobles sin azúcar. Si bebieras la misma cantidad con azúcar te enfermarías.
-Ya lo creo. Y si cualquier otro tomara esa misma cantidad sin azúcar, estaría muerto.
-Quizás yo me muera- dijo Hudson.
Cuando vaya a Floridita estos días y le cuenten que se celebran sus 200 años, recuerde de lo que estamos hablando: de un bar que es mucho más que un bar y de una leyenda.